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Lo que fue el Día de los Caídos (Memorial Day): en un principio, hace siglo y medio, una conmemoración de los combatientes muertos de uno y otro lado de la Guerra Civil norteamericana. Se llamaba “Decoration Day” porque su ritual central era el de adornar las tumbas de los caídos. Se celebraba en días distintos en el Sur y el Norte. Luego se fusionaron en un solo día feriado, instituido en aras de reconciliación nacional tras los cuatro sangrientos años del conflicto.
Lo que devino: una conmemoración más amplia de los caídos en nuestras guerras. El nombre comenzó a usarse en el tardío siglo XIX, y se hizo feriado federal oficial después de la Segunda Guerra Mundial.
Lo que a veces se vuelve: una celebración de todos los que han vestido el uniforme de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, aunque hay un día reservado para ese fin cada noviembre, el Día del Veterano.
Lo que no debería ser jamás: una celebración de las guerras. Algunas las hemos librado a la fuerza, han adelantado la causa de la humanidad, y tuvieron sus momentos de nobleza. Defender nuestros hogares y libertades es justo. Pero el solo decir que una guerra es justa no hace que lo sea, ni tampoco—por más que nos duela—el hecho de derramarse la sangre de uno de los nuestros hace que la causa sea justa.
Aquellos que más han conocido la guerra, suelen ser los que más la aborrecen. Otros, que creen conocerla por las páginas de los libros o por el heroismo representado en grandes pantallas plateadas, parecieran ser los más entusiasmados en precipitar a su país (pero no a sí mismos) en aquel infierno.
Y es un infierno: hasta la guerra más justa mata, mutila y destruye, sembrando crueldad, enfermedad y ruina. Ni guerreros ni civiles se escapan de su látigo.
Se nos dice, much, que Memorial Day es un día de gratitud, en que agradecemos a los que se sacrificaron por nuestra libertad. Yo sé que eso es lo que, se supone, debemos pensar. Es lo políticamente correcto, en el verdadero sentido de esa frase: es la interpretación de este día que es más cómoda para la consciencia de las autoridades que han enviado a nuestra gente a la guerra.
Y a veces, estoy de acuerdo, “Gracias” es el sentimiento más apropiado. Pero no sé si alguien tenga el derecho de decirnos, como ciudadanos, lo que debemos pensar y sentir. Quizá haya ocasiones en que las palabras que nos salen del alma son “Lo siento”. Y otras veces—en realidad, siempre—las palabras que llevamos escritas en el corazón son: “Los queremos, los extrañamos… y nos acordamos.”
Hace noventa y ocho años, en mayo del 1918, el soldado y poeta inglés Wilfred Owen escribió estos versos sobre un soldado caído cuyos camaradas lo trasladan al sol, con la ilusión de que sus cálidos rayos lo ayuden a recuperarse. (La traducción al español es de un servidor.)
Pónganlo al sol—
Tiernamente su caricia lo despertó una vez,
En su casa, susurrándole de campos a medio labrar.
Siempre lo despertó, aun en Francia,
Hasta esta mañana y esta nieve.
Si hay algo que pueda revivirlo ahora,
El viejo buen sol lo sabrá.
Piensen cómo despierta las semillas,—
Despertó, una vez, la arcilla de un astro frío.
¿Tanto cuesta avivar brazos, piernas, flancos,
Abastecidos de nervios, con calor aún,?
¿Para este fin la arcilla se puso de pie?—
Ingenua la ilusión de los rayos del sol,
Cuando primero perturbaron el reposo de la tierra.
Dos meses después de escribir este poema, titulado “Futilidad”, Owen sufrió una herida de bala en el cráneo. Cuatro meses más tarde, justo al final de la “Gran Guerra” que hoy llamamos Primera Guerra Mundial, el poeta falleció. Wilfred Owen tenía veinticinco años.
Pablo J. Davis